Leer libro Título: EL DICTADOR. LA HISTORIA SECRETA Y PÚBLICA DE JORGE RAFAEL VIDELA. 5a. EDICIÓN
Autor: SEOANE, MARÍA & MULEIRO, VICENTE
Año: 2012
Género: POLÍTICA MUNDIAL
Formato: EPUB

Han pasado treinta años desde la noche en que los tanques hicieron que tomara estado público lo que ya estaba pasando en las catacumbas de la política: el 24 de marzo de 1976 comenzaba el reino del terrorismo de Estado. Han pasado casi cinco años desde la primera edición de “El dictador” y la vida del jefe terrorista de entonces, Jorge Rafael Videla, ha estado sometida a un minué judicial, nacional e internacional, intenso pero relativamente ineficaz; también a unas pocas molestias provocadas por el rechazo popular y a un episodio de salud derivado de su vejez. El 2 de agosto de 2005 el ex general cumplió 80 años. Ese día pudo haber sentido que su estrategia de cerrado silencio —interrumpido apenas por la tentación imparable de hacer declaraciones para este libro, dos veces en agosto de 1998 y una en marzo de 1999— ha resultado ciertamente exitosa. Sin embargo, tal como pudimos saber antes de dar a luz esta nueva edición, la relación de Videla con el silencio es ambigua. Durante el año 2005, asistido por su ex ministro y hombre clave en el pacto duro de la dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz, y algunos de sus antiguos colaboradores que sobreviven, apunta recuerdos con la decisión vana de torcer el juicio de la Historia.

Preso domiciliario como manda la ley, el mundo exterior de Videla se bifurca en estrados judiciales y consultorios médicos y, puertas adentro, en una soledad familiera que algún dignatario de la Iglesia Católica conforta con asiduidad. También en la idea de un exiguo vía crucis, un módico martirologio que le infla el pecho y autojustifica su ya mundialmente famosa criminalidad política. La escasa frecuencia con la que le llegan las señales del escarnio público es un premio generoso e inmerecido para quien hizo estallar en la vida institucional de los argentinos los más regresivos núcleos ideológicos de su país y de sus Fuerzas Armadas, en una secuela asesina que indignó al mundo y que destripó, en su sed de sangre, la arquitectura cívica, material, moral, cultural y religiosa del país de los argentinos.

Satanizar a Videla —y no, junto con él, al elenco cívico militar que lo sostuvo— puede ser hoy un deporte fácil de jugar a la luz de las demoledoras constancias de su quehacer delictivo. Pero también es un juego decididamente siniestro olvidar a esa subjetividad escuálida, a esa pose militar repleta de grandes palabras, a esa pose entre piadosa y cuartelera que resultó funcional a un programa de gobierno ejecutado para desarticular el país plural y reponer a sus elites anquilosadas y carniceras. La constatación, años después, de que esas elites montaron 520 campos clandestinos de detención —un número mayor al que necesitaron los nazis— en la geografía argentina demuestra el miedo y el odio que supieron imponer sobre el cuerpo social, la pedagogía del terror sin dios ni piedad que Videla encarnó y que José Alfredo Martínez de Hoz administró.

En pleno siglo XXI, las consecuencias jurídicas de la dictadura videlista se extienden más allá de la causa por el robo de bebés que lo mantiene suavemente encarcelado en su departamento gracias al frustrado intento de algunos magistrados apurados por devolverle la libertad ambulatoria. El 4 de junio de 2002 se tuvo conocimiento público de que los jueces de la Corte Suprema Augusto Belluscio y Julio Nazareno habían elaborado un borrador secreto a favor de que el robo de bebés fuera considerado “cosa juzgada”. Presiones políticas y errores de forma impidieron que ese escrito prosperara. En agosto del mismo año el Procurador General de la Nación, Nicolás Becerra, dictaminó que la apropiación de menores es imprescriptible. En julio de 2001 la causa por el robo de bebés se amplió con el agregado de 24 nuevos casos sobre los 22 por los que ya estaba acusado Videla.

La Operación Cóndor, la acción coordinada de los gobiernos totalitarios del Cono Sur para eliminar la oposición interna, se sumó a los desvelos judiciales de Videla. En abril de 2001 el juez Rodolfo Canicoba Corral le endilgó a ese plan la calificación de “asociación ilícita” entre los jefes de Estado de varios países. Junto con Videla resultaron imputados Guillermo Suárez Mason (Argentina); Augusto Pinochet Ugarte, Manuel Contreras y Pedro Espinoza Coronel (Chile); Alfredo Stroessner, Francisco Brites y Néstor Milcíades (Paraguay); Julio Vapora, Guillermo Ramírez, José Nino Gavazzo, Manuel Cordero, Enrique Martínez, Jorge Silveira y Hugo Campos Hermida (Uruguay). El juez Canicoba Corral imputó a Videla como integrante de la organización criminal pero el reo se negó a declarar una y otra vez. La querella siguió avanzando y sorteó todos y cada uno de los recursos planteados por los acusados: Videla fue bastante activo en esto. En setiembre de 2004 el juez Jorge Urso impuso a Videla prisión preventiva por 34 hechos de privación ilegítima de la libertad en torno de esas operaciones represivas coordinadas con sus pares de Latinoamérica.

Otra línea judicial, que resultaría central en el intento de los represores de esquivar sus responsabilidades, fue la inaugurada por el juez federal Gabriel Cavallo quien declaró inconstitucionales las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Videla no había sido alcanzado por los beneficios de estas normas aprobadas por el Congreso durante el gobierno de Raúl Alfonsín y que liberaba a quienes no habían sido querellados por el Juicio a las Juntas de 1985 y a quienes habían atropellado la libertad y la vida humana escudándose en el cumplimiento de órdenes de sus superiores. En nuevas investigaciones sobre casos de desaparición forzada y de robo de bienes, los juzgados federales fueron insistiendo en el pedido de inconstitucionalidad hasta que consiguieron que fueran declaradas “insanablemente nulas” a mediados de 2003. Esto permitió la reapertura de causas que volvieron a implicar a Videla. El 14 de julio de 2005 la Corte Suprema —reconstituida durante el gobierno de Néstor Kirchner— selló aquella declaración de inconstitucionalidad.

La conquista legal abrió las puertas de otra: anular los indultos que había dispuesto el ex presidente Carlos Menem a las juntas militares y a los jefes guerrilleros, y a militares “carapintadas” que se habían sublevado en defensa de los represores durante la gestión alfonsinista. Los intentos parlamentarios por abordar este punto fracasaron pero el 17 de junio de 2005 el gobierno de Néstor Kirchner decidió “acelerar” la vía judicial para que fuera la Corte Suprema la que los dejara de lado. Los indultados durante el menemismo entre 1989 y 1990 son 289, entre ellos, Videla.

Otros acosos judiciales provinieron del exterior, sobre todo a partir de la acción del juez español Baltasar Garzón que en agosto de 2003 le solicitó al gobierno español que reclamara la extradición de 14 militares argentinos detenidos, entre los que se encontraban Videla y el ex jefe de la Armada Emilio Eduardo Massera. Los fiscales de turno se opusieron a la petición, más aún al considerar que las anuladas leyes de Punto Final y Obediencia Debida facilitaban el juzgamiento de los represores en la Argentina. Videla acercó un escrito en el que negaba la capacidad de Garzón para ejercer justicia fuera del territorio español. A pesar de que se concretaron nuevas detenciones por el pedido de Garzón (las de Alfredo Astiz, Antonio Bussi y Luciano Benjamín Menéndez, entre ellas), y de la acción de las organizaciones de derechos humanos para que Garzón pudiera cumplir su cometido, el juez Canicoba Corral los puso en libertad. Videla, Massera, Suárez Mason, Rubén Oscar Franco, Héctor Antonio Febres, Jorge Eduardo Acosta y Juan Carlos Rolón continuaron detenidos ya que estaban en esa condición por robo de bebés o por desapariciones forzadas.

Otro impulso de justicia provino de Alemania. La Fiscalía de Nuremberg pidió la detención de Videla y de otros jefes militares de la dictadura por la desaparición de dos ciudadanos alemanes y la Corte alemana dictó órdenes de detención fuera de su país por primera vez en la historia. Luego de que se declararan nulas las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, la reapertura de otras causas incriminó a Videla. La responsabilidad lo alcanzó cuando el juez federal Alberto Súares Araujo anuló el indulto del represor Santiago Omar Riveros, principal acusado de los crímenes cometidos en Campo de Mayo, junto con Bussi y Fernando Ezequiel Verplaetsen. También el hallazgo de documentación por la desaparición del joven Jorge Sznaider lo incriminó junto a Massera y otros siete militares.

El cuadro judicial que los poderosos de la dictadura deseaban inamovible vive en permanente agitación. Sin embargo, todo parecía transcurrir en sordina y sin una definición jurídica y política fuerte, a la altura de la explosiva criminalidad videlista y de su desbordado reparto de crueldad. En términos de incomodidad personal el ex militar apenas sufrió un escrache en marzo de 2002 por parte de unos 400 miembros de las asambleas barriales de Belgrano. También gozó de una reivindicación esperpéntica cuando unas cuarenta personas, encabezadas por la pareja de actores Elena Cruz y Fernando Siro, le cantaron el Himno Nacional en la puerta de su edificio. Según acusó la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), Videla salió a saludar. Pero las denuncias para revocarle la prisión domiciliaria no prosperaron.

El 14 de diciembre de 2004 la vejez se le presentó con un problema de irrigación cerebral. Permaneció seis días internado en el Hospital Militar Central. El diagnóstico fue “accidente isquémico transitorio con afasia y desorientación personal”. El cuerpo hace metáforas ineludibles: quedarse sin habla ha sido una táctica victoriosa del dictador. Mientras por primera vez desde el Estado, con gestos simbólicos, se reconocía la dimensión de la matanza: en marzo de 2004 se descolgó el cuadro de Videla en un acto del Colegio Militar encabezado por el presidente Kirchner. A su vez se dispuso la creación del Museo de la Memoria en el que fuera el predio de la ESMA.

Allí fueron salvajemente torturadas y asesinadas en 1977 las dos monjas francesas Renée Léonie Duquet y Alice Domon, que habían cuidado al hijo enfermo de Videla; desde allí fueron llevadas a los vuelos de la muerte. El mar la trajo a Leónie de vuelta junto a otras Madres de Plaza de Mayo secuestradas; los forenses reconocieron los huesos NN de Duquet. Videla no habla, escribe. No se siente responsable de estos asesinatos. Ni piedad, ni dolor. La nada de la banalidad del mal, la nada de la burocracia de la muerte.

Sin embargo, Videla puede contemplar algunas marcas fuertes de su paso sangriento por la conducción del Estado: la idea de cambio político quedó perdurablemente satanizada haciendo de la versión local de la regresión ideológica de las últimas décadas un instrumento apto para concentrar el poder económico, devaluar a los sectores populares y demonizarlos en su desintegración.

Estrictamente ligadas a esto, la transformación regresiva de la estructura social argentina, la elevación de los índices de pobreza e indigencia y la fuerte declinación de los sectores medios son otros de los logros indelebles del videlismo que se reforzaron engarzados con el esquema neoconservador del menemismo. Aun los gobiernos de la era democrática, que se plantaron de otra manera ante el esquema heredado de la noche militar, sólo pudieron operar sobre el achicamiento de la impúdica brecha social en un plano discursivo y con gestualidades ampulosas. La concreta circulación de la materialidad, la concentración de la riqueza, el esquema económico dependiente y voraz, las desastrosas consecuencias de la deuda externa, todo aquello que Videla bendijo a sangre y fuego, sobrevive.

Este libro insiste, entonces, con el deber de la memoria, pero también con su herida abierta. Insiste con el deber y el deseo de señalar las consecuencias dictatoriales que aún no se tocaron. Que aún no se tocan. Porque sólo la modificación de las consecuencias profundas y materiales que catapultaron a Videla al poder será el necesario, único y verdadero acto final de justicia.


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